Una pausa, respiro, las cosas se
suceden y vuelve el intercambio.
Cambiamos la gran ciudad, llena de
opciones y su gente, llena de muchas cosas; cosas programadas y otras
no, tecnología y modernidad, antigüedades nuevas y el vino.
Ahora un pequeño pueblo de Bélgica
logra enamorar con casi que el opuesto. Las pocas opciones de su
gente, que si apuesta al sedentarismo podrá elegir entre poner un
bar o un giftshop; lo tradicional, lo antiguo que fue nuevo y la
cerveza.
Un lugar que durante el día se satura
de turistas se transforma completamente por la noche. La gente
desaparece y el silencio reina. Faroles de luz amarilla, tenue,
iluminan lo necesario como para que el agua brille mucho más. Casas
de ladrillo e historia, iluminadas parcialmente, oscurecen al paisaje
y lo vuelven un cuento imaginario que alguien alguna vez logró
construir.
Los innumerables canales que cortan la
ciudad y hacen espejo perfecto en la noche, los puentes iluminados,
algunos árboles que dan aire a los adoquines, el silencio y la
moderada velocidad, el buen gusto por la tipografía que da nombre a
las calles y decora alguno de sus rincones, las bicicletas reunidas
en la plaza central quién organiza y rompe los angostos espacios
transitables, las ventanas y las flores, la gente cálida que se
muestra curiosa y servicial.
La tranquilidad de un pueblo que se
calla por la noche, que sabe combinar colores y formas y los vuelve
aire del que da gusto respirar. Una cerveza, un cigarro, en medio del
espejo y los ladrillos; un banco, un barco, carcomidos por el tiempo
y la escasa niebla de la noche; las piedras manchadas y desparejas,
maquilladas de luz artificial y las miles de cosas que allí habrán
sucedido.
Nunca antes un pueblo supo sincerarse
de tal forma.
Matiolo
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