domingo, 2 de septiembre de 2012

BRUJAS



Una pausa, respiro, las cosas se suceden y vuelve el intercambio.
Cambiamos la gran ciudad, llena de opciones y su gente, llena de muchas cosas; cosas programadas y otras no, tecnología y modernidad, antigüedades nuevas y el vino.
Ahora un pequeño pueblo de Bélgica logra enamorar con casi que el opuesto. Las pocas opciones de su gente, que si apuesta al sedentarismo podrá elegir entre poner un bar o un giftshop; lo tradicional, lo antiguo que fue nuevo y la cerveza.

Un lugar que durante el día se satura de turistas se transforma completamente por la noche. La gente desaparece y el silencio reina. Faroles de luz amarilla, tenue, iluminan lo necesario como para que el agua brille mucho más. Casas de ladrillo e historia, iluminadas parcialmente, oscurecen al paisaje y lo vuelven un cuento imaginario que alguien alguna vez logró construir.

Los innumerables canales que cortan la ciudad y hacen espejo perfecto en la noche, los puentes iluminados, algunos árboles que dan aire a los adoquines, el silencio y la moderada velocidad, el buen gusto por la tipografía que da nombre a las calles y decora alguno de sus rincones, las bicicletas reunidas en la plaza central quién organiza y rompe los angostos espacios transitables, las ventanas y las flores, la gente cálida que se muestra curiosa y servicial.

La tranquilidad de un pueblo que se calla por la noche, que sabe combinar colores y formas y los vuelve aire del que da gusto respirar. Una cerveza, un cigarro, en medio del espejo y los ladrillos; un banco, un barco, carcomidos por el tiempo y la escasa niebla de la noche; las piedras manchadas y desparejas, maquilladas de luz artificial y las miles de cosas que allí habrán sucedido.
Nunca antes un pueblo supo sincerarse de tal forma. 

Matiolo

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