Luego del golpe.
Cuidad Templo.
Media hora había pasado ya y Carlos
aun viajaba en el autobús que lo llevaría hacia su hospedaje
temporal en la cuidad de Kathmandú. Aquella vieja cuidad que conocía
muy bien y podría describir, según él, muy fácilmente.
Cuidad Escombro.
Media hora había pasado ya y Carlos
aun viajaba en el autobús que lo llevaría hacia su hospedaje
temporal en la cuidad de Kathmandú. Aquella vieja cuidad se abrió
de par en par en mucho menos de ese tiempo y mostró a Carlos algo
que de seguro nunca imaginó.
Recuerda claramente el mal estado de la
calle, pozo tras pozo avanzaba lentamente. Boquiabierto contemplaba
un tanto aturdido por el ruido de las bocinas que no paraban de
sonar.
Casas construidas y ya casi que
demolidas eran el paisaje que se repetía cuadra tras cuadra. Muros
de ladrillo desarmados en la rústica y desalineada vereda junto con
las escaleras , que rara vez tenían todos los escalones, eran el
escenario de una multitud de personas que transitaban las calles
sumergidas en su rutina. Muchas de las columnas que sostenían los
cables de la electricidad estaban en el piso. En una ocasión Carlos
se dio la cabeza contra los cables y a partir de ese momento comenzó
a prestar atención. Transitar esas veredas requerían prioridad de
concentración, sobre todo luego de las ocho de la noche, hora en la
cuál se apagaban todas las luces de las calles. Colmadas de tránsito
y sin siquiera un solo semáforo la cuidad se movía en forma de
hormiguero. El amarillo y el polvo predominaban y daban identidad.
Carlos no podía evitar sentirse raro
pues absolutamente todos lo observaban desde el exterior del autobús
al verlo pasar entre escombros y el complejo lenguaje de las bocinas.
Cuidad Templo.
En donde se concentran los sabios y
artesanos era donde Carlos se encontraba. Todo aquello era tan
impresionante, tan de otra época que no sabía para cual de todos
los lados mirar.
Los templos elevados, desde los cuales
se obtenía un muy buen punto de vista de la cuidad, eran de
preferencia para Carlos. Tal es así que pasó horas contemplando el
tranquilo paisaje desde las alturas. El aire, la gente, el calor, los
colores brillantes de las telas, las calles de ladrillo y los
angostos caminos formaban parte de alguna de las cosas que Carlos
observó durante largos minutos mientras trataba de ponerse en los
pies descalzos de los santos que daban la impresión de haber estado
inmóviles toda una vida, meditando, fumando y viviendo de la limosna
de los turistas.
Aquella tranquilidad era conmovedora,
digna recompensa para quién haya atravesado toda la plaza para
llegar al templo.
Resulta que la pobreza parece ser la
única clase social y basta un solo extranjero para que vendedores
ambulantes e indigentes se dispongan de forma tal que no haya
escapatoria. Carlos dijo “no gracias” tal vez un millón de veces
y ese no fue el motivo por el cual lo dejaron tranquilo sino que tuvo
que subir los escalones del templo para que las voces en todos los
idiomas comenzaran a apagarse.
¿De dónde eres? Fue la pregunta que
comenzó un ameno diálogo entre Carlos y un anciano que se
encontraba sentado junto a él. Luego de un intenso intercambio,
caminaron juntos entre las angostas y desbastadas calles del lugar.
El anciano era director de un taller de mandalas y había invitado a
Carlos a visitar la escuela en donde se encontraban algunos de sus
estudiantes trabajando.
Era impresionante el trabajo minucioso
que requería cada una de las piezas. La carga simbólica y
conceptual que traían consigo hicieron que Carlos quisiera aprender.
Al verlo tan conmovido, el anciano no
pudo evitar extenderle la invitación. Ahora se trataba de un taller
de instrumentos nativos del lugar.
Atravesaron callejones y se metieron
por lugares a los que Carlos nunca hubiera llegado por si solo hasta
que finalmente dieron con el humilde taller. Un hombre bajito y un
poco pasado de peso, amigo del anciano, era el único responsable de
tan pintoresco lugar. Un salón sin puerta, muy pequeño y lleno de
instrumentos desconocidos para Carlos era todo lo que el hombrecito
tenía para ofrecer. Tocaron un rato los tres y luego Carlos tuvo que
partir.
Cuidad Cannabis.
Si hay algo que Nepal supo contagiar
rápidamente a Carlos fue la desestructurada forma de vivir de muchos
de sus habitantes. Bastó con alejarse unos kilómetros de la capital
para que el paisaje se tornara montañoso, verde y azul, tranquilo,
sin bocinas, natural al cien por ciento. Ésto le gustó mucho a
Carlos que no demoró demasiado en notar que la marihuana en esta
zona crecía por todas partes; en jardines, canteros, terrenos
vírgenes, patios, al costado de los caminos, en todas partes.
Carlos comprendió la pobreza más
generalizada y digna que alguna vez haya visto. Todos parecen felices
e interesados en cuestiones que poco tienen que ver con las
comodidades. Artesanos, vendedores, conductores, indigentes, niños,
ancianos... a todos devolvió una sonrisa.
En el fondo sentía admiración.
Todavía tiene grabado en la retina del
ojo aquella situación en donde caminando por alguna parte, fumando,
un niño que rondaba los siete años se le acercó y ofreció una
bolsa llena de marihuana. O cuando saliendo del agua, a los pies de
las montañas, en medio de la arena crecía una de las plantas más
lindas.
Llegada a Kathmandú.
Media hora había pasado ya y Carlos
aun viajaba en el autobús que lo llevaría hacia su hospedaje
temporal en la cuidad de Kathmandú. Aquella vieja cuidad se abrió
de par en par en mucho menos que ese tiempo y golpeó a Carlos tan
fuerte que aun le duele la cabeza.
Matiolo
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