Desde el exterior del parque, un gran
horizonte verde que ya no es una simple linea y se convierte en una
cortina cerrada de verdes que combinan a la perfección, como la
camisa que me compré hace unos minutos, de esas cosas que parecieran
haber sido concebidas para uno.
Me perdí del resto del grupo hace
rato, seré observador hasta que otra cosa sea necesaria.
Lo que desde afuera se cerraba ahora se
abre completamente al cruzar el tan mencionado verde umbral e invita
a caminar, gritar, saltar, correr y parar. Suenan tambores junto con
voces indescifrables, me detengo por unos minutos y puedo apreciar la
tradición, la cultura, y se siente muy bien saber que mi pequeño
país comparte esas cuestiones, la música y la danza.
Los árboles se separan, no dejan
crecer el pasto y generan un mundo de marrones llenos de sombra; aquí
es donde el aroma se hace fuerte y el silencio predomina.
Basta con apartarse unos metros y el
pasto vuelve a crecer dando vida a una gran cantidad de cuervos y
pájaros que aparentemente aprendieron a convivir con las personas,
que organizadas en pequeños grupos sobre lonas llevan a cabo
numerosas reuniones: comen, beben y juegan, otras simplemente
descansan.
Todo es muy pacífico, se respira un
clima de respeto tan grande que no creía posible su existencia, o
simplemente no conocía. Pese a la vergüenza que caracteriza a la
gente de estos lugares, las interacciones son fluidas y constantes,
reina la solidaridad y los sonidos relajantes.
Aquí parece no existir el stress, o
por lo menos queda del otro lado de la cortina.
El agua también tiene su lugar y se
dispone en forma de lagos al centro del parque. Pequeñas riveras de
hormigón dan lugar e invitan a la gente a arrimarse, todos los
lugares están ocupados. Largos chorros de agua se elevan hasta el
cielo gris y agregan placenteros sonidos al ambiente convirtiendo
lagos en fuentes de aspecto natural, esta vez no se tiran monedas.
Ahora me encuentro sentado al borde de
un camino lleno de curvas, donde los picnics se hacen escasos e
infinidad de niños aprenden a andar en bicicleta. Instruidos por sus
padres, el clima se vuelve mucho más lúdico, los gritos y las risas
llenan el lugar de infancia dejando a los adultos en sus pequeñas
reuniones al costado del camino. De vez en cuando, alguna bocina de
bicicleta irrumpe y colabora. De vez en cuando, todo esto es
necesario.
Es difícil avanzar unos pasos y no
detenerse a intentar describir los alrededores, todo es muy
cambiante. En algún lugar del parque que no sabría dar referencias,
el paisaje es muy diferente.
Pequeños jardines llenos de flores dan
color a las multitudes que aquí se concentran e intentan, con ropas
muy coloridas, aportar a la psicodelia.
Ahora la música suena mucho más alto,
grupos de personas se reúnen con una gran variedad de instrumentos
percutivos haciendo que algunos bailen y otros, muy buenos
malabaristas, improvisen con objetos muy creativos. Aquí la
naturaleza queda relegada y al parecer lo primordial es la comunión.
La tranquilidad que el parque presentaba en su extremo Norte es
contrapuesta de manera violenta aunque no deja de ser disfrutable.
Matiolo
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